miércoles, 27 de enero de 2010

Los Lagos del Cielo (primeras páginas de la novela)

«27 de febrero de 1996.
     Mi querida Lidia:
    Me he confundido en el rayo negro de una tormenta oscura que busca su sitio al punto de caer.
    Mis ilusiones están condenadas a morir conmigo. Ninguna ha visto la luz. Miles de sueños partirán a lomos de mi corazón y vivirán conmigo en la eternidad. Nada se pierde el mundo. Mis pasos no han dejado huella. Mañana no despertaré y dará igual. He dejado mi vida en cada paso que he dado, pero ningún esfuerzo ha sido tan vano como éste que ahora me impide moverme y que me ha conducido a la nada.
    Es absurdo lamentarme, de qué me va a servir. Me veo así porque siempre he sido de corazón ligero y eso me ha expuesto a la destrucción, por lo que no puedo culpar a nadie, pues nadie, sino yo, es responsable de mi fracaso.
    Tengo una rabia que en mí no cabe, y un miedo que no puedo sostener, y no es por el precio que pago, que yo no importo, sino por el que están pagando mis hijos y el que aún van a pagar, sin ser culpables de nada.
    Esta noche libro en mi alma la batalla más cruel y pido al cielo paz. Necesito un poco de luz que me ayude a no dejar nada a medias en mi partida. Algo dentro de mí me grita que espere y que endurezca mi corazón, para ganarla, viviendo; pero no sé cómo se hace eso, ya no me quedan fuerzas para vivir. Ya no puedo más. Quiero descansar. Sólo me frenan en este momento mis hijos. El imaginarlos durmiendo tranquilos y que, al despertar, se encuentren con que me he ido detiene mi mano. Me duele su dolor y no  quiero hacerles eso. Tal vez deba endurecerme y vivir, pero ¿cómo se hace? Si endurecerme es la solución, tal vez sea el momento de empezar a aprenderlo.
    Te echo tanto de menos.
    Esta noche me siento un ser cruel y mezquino, tanto como los que me han destruido. Mis hijos están en la balanza y pueden más que mi intención. Por ellos soy capaz de seguir viviendo y morir lentamente. Me da miedo el saber de qué soy capaz. No quiero hacer lo que puedo hacer, pero es que hay algo dentro de mí que me muerde sin cesar. Me siento culpable, al verlos llorar por lo que he causado yo, y me rebelo cuando pienso que no hay derecho a que ellos sufran ni mis miserias ni mis torpezas, como tampoco lo hay a que aquellos espíritus neronianos se regocijen con mi final cobarde. Las fuerzas se cruzan y pelean a muerte el castigo y el perdón. No puedo consentir por más tiempo ese llanto inocente que me desgarra el alma. Estoy confusa, perdida. ¿Qué pasa conmigo? Mi vida no me importa; ya me he juzgado y no me puedo perdonar. Si tengo que vivir un poco más por ellos, postergaré esta noche; pero es que la oscuridad es tan intensa y la luz del descanso tan grata. Intentaré seguir adelante con esta rabia y esta pena que confunden mi alma, que hacen dudar mi mano y me piden que despierte y presente batalla.
    Ya no sé ni quién soy ni qué hago aquí.
    La venganza me convertiría en una copia de los que me han puesto así y con ella no conseguiría nada. No hay nada que me devuelva lo perdido ni que enmiende lo hecho. La vida dejó de ser mi compañera y el cielo me ha dado la espalda. Me he quedado sin suelo, vagando perdida en mí.
    Prepararé mi alma para la gran batalla que, con pasos de gigante, se acerca envuelta en una densa y oscura niebla que me impide vislumbrar las armas que va a usar a partir de ahora mi enemigo, para poder preparar las mías. Estoy desnuda en esta contienda; pero robaré un último aliento para vestirme de guerrero y, desde la sima de mi alma derrotada, me levantaré para gritarle a la muerte y luchar por la vida. Debo hacerlo por estos tres seres que adoro y que no se merecen otro dolor…»



    Cuando llegué a este punto de la carta no pude seguir leyendo. Mi corazón latía cada vez más fuerte, me golpeaba. Las manos me temblaban y estaba a punto de gritar. Horrorizada, caí contra el respaldo del sillón y mi dormitorio se hizo invisible. La tenue luz del atardecer, que entraba por mi ventana, abrazaba un cielo plomizo que prometía una noche de lluvia. Mi mente se quedó muda y mis ojos miraron sin ver la vida que pasaba al otro lado de los cristales. Deseé tener alas, para volar a su lado.


1

    Tenía yo por entonces seis años. Mi afición favorita era lanzar piedras con un tirachinas y cualquier cosa me servía de diana. Apostaba con los chicos, algo mayores que yo y expertos en estas divertidas costumbres, a ver quién daba más veces en el blanco. Ellos me enseñaron a utilizarlo y lo mismo apuntábamos a las macetas que adornaban los balcones, que a los cristales de alguna casa vieja; a los corros de bordadoras, que se reunían en las placetas con sus bastidores a la sombra de un árbol, o a los gorriones que se paraban en los cables de la luz. Daba igual, lo importante era hacerlo sin ser vistos, acertar y salir corriendo después para que no nos pillaran. No tenía amigas porque no me gustaba estar con las chicas, eran muy lloronas y cobardes; nunca querían jugar lejos de sus casas, y a mí me encantaba correr por las calles, empujando el aro, o escaparme por la noche a coger luciérnagas. Traía, con estas costumbres mías, a mi madre de cabeza y no hacía más que decirme:
    -¡Qué gana tengo de que crezcas! Pareces un marimacho.
    Mi abuela le decía:
    -Déjala, mujer, que ya crecerá. Cuando vaya a la escuela aprenderá.
    Ella alimentaba la esperanza de que, al crecer, yo cambiara y dejase de ser eso tan raro que mi madre me llamaba, y que yo no sabía qué significaba. Mi abuela era mi confidente secreta; a ella le contaba todas mis andadas y era la amiga que mitigaba los castigos por mis diabluras. Un día le pedí que me explicara lo que significaba aquella palabra y me dijo:
    -Un marimacho es una niña que se porta como un niño.
    Me quedó claro. Y me dio lo mismo. Seguí siendo un marimacho, porque era mucho más divertido.
    Una mañana, estaba jugando a las canicas con mi pandilla, delante de la barbería del pueblo, y hubo un ligero desacuerdo entre nosotros. Me acusaron de ganar haciendo trampas. Era cierto, pero no podía permitir que lo pensaran y empecé a discutir con ellos. Los ánimos se calentaron y llegamos a las manos. Lo mismo que les pegaba, me pegaban: llovieron sobrados los bofetones y los puntapiés. Yo estaba defendiendo mi honor, aunque, en aquellas fechas, no tenía ni idea de que eso se llamara así. De pronto, un puñetazo traicionero en la nariz me tiró hacia atrás y el dolor me dejó por un momento sin poder reaccionar. Se me nubló la vista y tuve la sensación de que algo muy gordo había explotado en mi cabeza. Me tapaba fuertemente la cara con las dos manos, intentando aliviar el dolor, cuando:
    -¡Dejadla en paz!
    Oí que decía una niña. Me giré como pude, sin quitarme las manos de la nariz, y la vi delante de mí con los brazos en jarras y plantando cara a mi amotinada tropa. Estaba de espaldas y no le vi la cara, pero su voz me sonaba familiar.
    -¿Y a ti quién te ha dado vela en este entierro? Quítate de en medio si no quieres cobrar tú también. Es una tramposa y le vamos a partir la cara.
    Amenazaban en serio; sin embargo, ella siguió sin moverse de allí. Me protegía con su cuerpo menudo y con aquel plante, sin saber yo por qué.
    -¡He dicho que la dejéis en paz! ¿Estáis sordos? –Repitió con voz alta y firme.
    En ese instante me incorporé. Me limpié con una manga del jersey el hilo de sangre que salía por mi nariz, mientras con la otra tiraba de mi falda hacia abajo porque al caer se me había subido y, ciega de rabia, me puse a su lado. Iba a decirle que se apartara, pero no tuve tiempo. Miré a los chicos intentando averiguar cuál de ellos me había dado el puñetazo y, como ninguno se frotaba la mano y todos tenían los puños cerrados, me dio igual quien hubiese sido. No estaba dispuesta  a permitir que la única que saliera mal parada de aquella trifulca fuera yo; así que me lancé sobre ellos y reanudé los golpes. Esta vez hubo alguien más luchando en mi bando: aquella niña que se había metido donde no la llamaban y que también cobró. Éramos dos contra todo un ejército de cinco machillos más brutos que Atila. En la refriega, la miré sorprendida porque sabía pelear, sabía cogerlos del pelo y arrastrarlos por el suelo propinándoles alguna que otra patada. Así despegaba de mí a todos cuantos podía, en tanto que yo me ocupaba con más ahínco del que me iba quedando más cerca. Una de las veces que la miré, agradecida por su ayuda, me di cuenta de que era aquella niña que yo había visto en más de una ocasión y que siempre estaba sola. Muchos días, cuando pasaba por su puerta, la había visto sentada en el tranco jugando con sus muñecos. Se quedaba mirándome desde que me veía aparecer hasta que trasponía, sin decir nada; bueno, es posible que algún día me dijera hola, me parece que en alguna ocasión lo hizo y creo que le contesté; pero aparte de esto, yo nunca había hablado con ella y no me explicaba qué hacía en aquella riña, si no era mi amiga. En este momento en que la miré, yo estaba a horcajadas sobre el pecho de uno de mis rivales y le estaba propinando mamporrazos de lo lindo. Mis piernas lo apretaban con tanta fuerza que el pobre no podía ni respirar. Justo en ese instante, uno de aquellos chicos le dio una patada y la tiró al suelo.
    -¡Pero cómo te atreves, si serás desgraciado! ¡Ya te la has buscado de verdad, cobarde! ¡Te vas a enterar! –le grité y me fui a por él.
    Cuando solté al chico que tenía en el suelo, respiró, pero no le quedaban muchas ganas de moverse y siguió tendido. Le faltaban manos para tocarse todo el cuerpo y lamentarse.
    No sé los arañazos ni los moretones que habríamos sacado, si los mayores no hubiesen parado aquella pelea. Estábamos cerca de la barbería y los hombres que había en ella salieron para comprobar a qué se debía aquel alboroto. Acudieron en nuestro auxilio, pensando que los niños nos iban a matar.
    -¡Estas niñas están locas! –Nos gritaban apartándonos de ellos- ¡Mira que meterse con los niños! ¿Es que sois tontas o qué? ¿No sabéis que las niñas no juegan con los niños?, ¿que son unos burros? ¡Tendríamos que dejar que os partieran la cabeza, a ver si así aprendéis! ¡Andad con vuestra madre y aprended a coser y a fregar que es lo que os hace falta! ¡A ver si aprendéis a haceros mujeres de provecho de una puta vez!
    A nosotras nos dijeron esto, a los niños, nada. A los niños nunca les decían nada porque tenían asimilado que tenían que ser brutos para hacerse valer.
    A mí me cogieron de una trenza y me llevaron a mi casa. No sé qué hicieron con aquella niña, pero me imagino que lo mismo. No me di cuenta de cómo la cogieron a ella, porque andaba yo protestando por la forma en que me llevaban e intentaba, a patadas, que me soltaran. Aquel hombre que casi me arrastraba, también me llamó marimacho. Por lo visto estaba de moda.
    Llegué a mi casa con las trenzas deshilachadas y algunos pelos menos, la ropa sucia, los calcetines rotos y la cara tan manchada por la mezcla de sangre, tierra y sudor, que no sé cómo podían reconocerme. Mi madre me castigó, sin salir unos cuantos días, hasta que se le olvidó el asunto.
    -¡Vas a aprender por las buenas o por las malas! –Me decía- Tú no me haces pasar más vergüenzas, tenlo seguro.
    Y lo tuve seguro, porque ya no me dejó jugar más con los chicos so pena de no pisar la calle en mi vida.
    Una semana me tuvo castigada. Una semana en que mi madre acabó histérica porque me dediqué a entretenerme revolviendo la casa. Algo tenía que hacer para no aburrirme. Yo no entendía por qué se enfadaba conmigo, si la idea de tenerme encerrada era suya, no mía. Mi abuela me buscó una actividad para tenerme ocupada de vez en cuando:
    -Anda, vente conmigo que me vas a ayudar a cocinar.
    Y me gustaba ayudarla porque no paraba de picotear en las cosas tan ricas que hacía. Por la tarde, cuando se sentaba a coser, me sentaba a su lado y me contaba historias de cuando ella tenía mi edad. Me sorprendía saber que mi abuela había sido como yo, una niña. Yo creía que siempre había sido así, como era ahora, y cuando, entre historia e historia, miraba mi cara de asombro, me revolvía el flequillo y sonreía diciéndome:
    -Que sí, mujer, que sí.
    Y me quedaba embobada escuchando sus historias con la idea de que, si en ese momento mi abuela hubiera tenido mi edad, nos lo habríamos pasado en grande. Era mágica.
    Cuando me levantaron el castigo y volví a salir a la calle, me fui derechita a buscar a aquella niña que luchó a mi lado y que me defendió sin conocerme. Me la encontré, como ella siempre solía estar, sentada en el tranco de su puerta arreglando sus muñecos.
    -¡Hola! ¿Qué haces? –le dije.
    Me miró...

©Mara Romero Torres

sábado, 2 de enero de 2010

Toñi

La conocí en un hospital. Se llama Toñi. La vi por primera vez atada a la cama sollozando porque quería andar. La auxiliar que iba conmigo le riñó para que no alborotara. Ella la miró con ojos de niña y empezó a repetir un "por favor" que era una letanía. Me acerqué a ella. Le sonreí y acaricié su mejilla. Me miró. No dijo nada, pero dibujó una sonrisa que iluminó su cara. Decían que era un peligro, que estaban cansadas de ir tras ella y que por eso la habían atado. Seguí mi servicio. Teníamos que recoger en otra sala a una anciana que había muerto, para llevarla al depósito. Nadie lloraba por ella. No tenía familia. Nadie recogió con un beso su último aliento. La dejamos sobre una losa que hacía juego con su cuerpo. Al cerrar la puerta tras nosotros, la soledad volvió a ser su compañera.
    Al poco tiempo volví a la planta donde había conocido a Toñi. Me encontraba en el estar de las enfermeras cuando unas palmas sonaron a mi espalda y una voz ronca, con palabras a medio construir, canturreaba un villancico. Me volví y me topé de frente con ella. Allí estaba en camisón y descalza. Era feliz porque estaba sin ataduras. Y, aunque su mente respiraba en otra dimensión, no olvidaba que en ésta era Navidad. De pronto se calló. Se acercó tambaleándose a Juan, el celador, y le dijo: "¿Nos besamos?" y todo el mundo se echó a reír. Lo repitió mientras aquél huía llamándola loca. Ella lo siguió por el pasillo con la mirada más triste y falta de amor que jamás he visto. (¡Con lo poco que cuesta un beso!). La auxiliar la detuvo y la llevó frente al belén diciéndole que cantara, pero a Toñi le gustó más el árbol con sus luces y eligió cantar ante él...



                -¿A qué distancia queda el cielo?
                -A la misma que nos separa de un beso.

© Mara Romero Torres