sábado, 5 de diciembre de 2009

Cuentopoema

En una playa, abrasada por los rayos del sol, vivía un grano de arena que aguantaba estoicamente las pisadas de la gente y el calor. Se consolaba pensando que el día iba sobre una rueda siempre en busca de la noche. Él la esperaba paciente y, cuando declinaban los primeros rayos de la tarde, esbozaba una sonrisa, porque sabía que se acercaba la brisa fresca del mar que abraza el ocaso y deja el infinito sembrado de luciérnagas.

El grano de arena miraba al cielo y sus ojos se posaban, cada noche, en la misma estrella. Y, desde la distancia fría que los separaba, con esmero recogía el brillo que desprendía y lo iba almacenando en los atrojes que tenía en un rincón del alma. Se había enamorado de ella y con sus destellos destilaba el bálsamo con el que curaba sus heridas y que le daban ración para soportar el día.

Una noche la estrella le negó su brillo y el grano de arena lloró. Sus heridas se abrieron y sintió dolor sobre dolor. El mar quiso refrescarlo y lo invitó a viajar en una ola. De espuma le hizo una cama, para llevarlo a las tierras de coral, y el grano de arena se perdió en el mar.

…Y, sobre la arena desierta,
encontraron una mañana
las pisadas de una estrella.



© Mara Romero Torres. De mi poemario Al Calor de la Idea

De un salto a la eternidad


Buenas noches, amor:
Mientras escribo te imagino dormido, tranquilo, sumergido en un sueño en el que quizá sueñas conmigo. Tus gafas sobre la mesita de noche y un trozo de almohada prisionero entre tus brazos. Tus labios se han cerrado con mi nombre y en tus ojos duerme mi imagen, aún incierta. Pienso que esta página blanca puede esperar y me acerco lentamente al borde de la cama. Retiro la sábana muy despacito, para no despertarte, y, como un hilo de agua arrancado por el sol, deslizo mi cuerpo menudo junto al tuyo y lo acoplo a tu molde sin hacer ruído. Me duermo sintiendo tu respiración en mi mejilla y sueño contigo hasta que nos despierta el día:
-Buenos días, amor. Tenía miedo de despertar y que no estuvieras- te digo aún con el sueño entre los párpados. 
Me miras y, con la punta de tus dedos, apenas rozando mi cara, retiras el pelo que la cubre, sonríes y me besas.
-Buenos días, preciosa, ¿te apetece un café?
Y en ese instante sé que, mientras que en las noches mi cuerpo encuentre el calor del tuyo y mientras que en los días amanezca una caricia, tendremos grantizado el hoy que nos lleve de un salto a la eternidad.

Y ya sí, amor, dejo los sueños de la página blanca y me voy a la cama que son más de las cuatro de la mañana. Y me voy sintiendo que la vida llega. Y me entrego al sueño de las luces del alba. Y sé que la vida de mis sueños empieza, abrazada a mi almohada.

© Mara Romero Torres

Invitación al hogar


Se sentía atraída por su paz. La atraía su soledad y la inocencia dulce de su mirada. La atraían sus manos que la llevaban a alcanzar el otro fondo del universo, haciendo que se identificara más allá del goce.
Ahora sabía que estaba en el camino que la llevaba a ella misma. Él abría las veredas de su mundo proscrito y encendía las luciérnagas de lo infinito.
Lo esperaba con la calma de quien sabe lo que espera. Él pronto estaría allí, en su casa silenciosa y tranquila, añorando, quizá, la soledad que ella le robaba; pero la sonrisa vendría puesta como un remero del camino que hace aletear los sueños.
La había inivitado a invadir su espacio y la había llenado con ello de quietud. Ella, desde su seriedad, lo veía en ese don que los dioses regalan a los que saben amar.
Si en aquel momento le hubieran preguntado que para qué se había aferrado a la vida por segunda vez, habría dicho que para encontrarlo, para sentirlo y vivir, sabiendo que sus pasos iban hacia adelante y que andar a su lado era andar por ella misma.
Aquel hombre, le iba mostrando sus rincones, le daba paso a sus secretos y ella se quedaba bloqueada, sin poder reaccionar, sin saber porqué lo hacía. Se sentía una intrusa que quería quedarse en el mundo que le mostraba; una intrusa que sabía que no había mañana y que le diría adiós; una intrusa que haría muy bien en frenar lo que sentía, si aquel sentir no era compartido por él; una intrusa que no queríaamar a medias ni una vez más en su vida; una intrusa insensata que se negaba a parar un sentimiento cuando por ese sentimiento estaba dispuesta incluso a dar la vida. Seguría sintiendo hasta que él se saliera del camino y volviera a caminar sola o hasta que sus pasos la llevaran a hilvanar sueños con sueños que supieran a él.
Le había dicho que estaba enamorada del amor y ella, decidida y firme, consciente de su verdad, al instante resolvió:
- Pues, póngase en pie ese amor que alimenta mi locura y ande serena esa locura que da sus pasos por amor. Si estar enamorada del amor es brindar por un ideal, levanto mi copa y brindo porque, tras la bruma de un sueño, lo real se hizo en ti.

© Mara Romero Torres

Cuento breve


Aquel hombre caminaba despacio, pensativo, por las últimas tardes de un verano sin nombre que le había dejado ojeras de desamor. No pensaba en nada. Miraba su soledad y se daba la compasión que el cielo le había negado.
La tarde era más fresca a medida que avanzaba y el otoño estaba cerca. Se acercaba el momento de tener que coger un abrigo, pero todavía se podía permitir el ir ligero de ropa. El fresco vespertino se agradecía, aunque en esas horas del día su dolor quemara más. Después venía la noche con su laberinto encendido para enajenarlo con retazos de sueño. Lo terrible era amanecer y superar el reto de la vida que lo despertaba con las espinas secas de un amor perdido, clavadas en el pensamiento. Se levantaba cada mañana sin saber si vivía porque aceptaba el reto de saltar a la orilla de la vida y vivir o si vivía porque su corazón se negaba a dejar de latir.

© Mara Romero Torres

El morocho en mi recuerdo


Por las tardes, nos gustaba ir al Morocho del Arrabal y sentarnos fuera del local en una mesa, en el pasaje. Tomábamos un café y charlábamos con Enrique. Con frecuencia, mientras la conversación fluía, mi mirada se desviaba al entorno y, alguna que otra vez, tomé notas en mi cuaderno para asegurarme de que no se me olvidaría nada y se conservaría vivo en mí cada momento vivido. Hoy repaso mis notas y yo no estoy en el Morocho; pero el Morocho sí está en mí y recobra con fuerza vida en mi memoria, ayudada por aquellas notas:

12 de diciembre de 2007
Gardel, desde su columna, con los brazos cruzados, observa al policía que, en igual ademán, vigila el pasaje que lleva su nombre.
Una abuelilla se acerca para pedir dos raciones de pizza. En la cocina del Morocho el horno está apagado todavía, pero lo encienden para hacérselas y ella se sienta a esperar en una mesa vecina a la nuestra. Lleva bastón. Es delgada, de pelo corto y cano. Tiene su espalda deformada por una leve joroba y en la boca sin dientes se hunden los labios. Aquella abuelilla me recuerda tanto a la mía que pienso: "Abuela, ayúdame. Te quiero y te echo de menos. No me dejes".
Corre un vientecillo agradable que me refresca después del caluroso día que hemos tenido. Es la primera vez en mi vida que vivo un verano en diciembre.
Dios dejó de ser argentino y el argentino dejó de ser dios. Las notas se cruzan en mi mente. Mientras la escena que observo está aún en una calma relativa, siguen en Buenos Aires los problemas.
A casi una semana de volver a mi tierra, se empiezan a grabar en mis latidos los vuelos bajos de palomas y los gatos que custodian el jardín botánico durante la noche. Las travesuras de los niños del Abasto se han quedado pintadas, con sus caras morochas, en el desván de mis pupilas. A casi una semana de volver a mi casa, el tango ha germinado su semilla en mis venas y me habla de añoranzas que se hacen presentes desde antes de partir.
El chango juega a la pelota con chinelas, pantalón corto azul marino a media pierna y remera roja que le llega a la rodilla. Morochito alegre que corretea por la calle sin miedo. Sin el miedo de los mayores. Morochitos del Arrabal. Morochitos del Abasto. Jugáis tranquilos porque Gardel os vigila. Los arcos del viejo abasto, convertido en shoping, cortan los malos vientos y explotáis petardos con sonrisas de fiesta. Parece que creciérais, sin una mirada progenitora que controle vuestra infancia, libres en la ley de la calle, abiertos al código del hermano mayor que sabe usar mañas para protegeros. Y aquellos niños, como pequeños gauchos sin estancia, hacen girar palos y cinturones a modo de boleadoras. La Pampa parece respirar en aquella calle adoquinada en la hora de la tarde. Las farolas alargan las inquietas sombras de los pibes, futuros maradonas. Docenas de pebetes: peruanos, mestizos, criollos los menos, son dueños de medio pasaje y juegan ajenos aún a los vuelos de coimas que con arte prestidigitador hacen su nido en otros bolsillos.
En aquel paraje pasa la vida y la vida habla. Puede que, en algún momento, oigas a un padre decir que tiene que recuperar la plata que ha invertido en su hijo. Se querrá llevar la ganancia de un fruto que se hizo solo. Y Gardel, con sus brazos cruzados, sonríe en la esquina y sigue atento las mil historias de tangos y milongas del porteño pintón.
"Sos un amor, pebeta".
"Vos sos loco, viejo, si pensás que esa mina no es un gato".
La tarde se fue y la noche se va. El pasaje se va quedando vacío. Los niños se marchan a dormir y el viento le da las buenas noches a Gardel.
Baja de tu pedestal, Carlos, pasea tu traje sin arrugas por el filo de las farolas. Si un amor te dio la espalda, cántale esta noche que la calle está sola. Pasarán los coches, pero nadie se dará cuenta de que, en la noche porteña, con los ojos húmedos, un hombre solitario suspira por una mujer.
Alguna gata buscará su presa y algunos leones caerán porque llevan flojo el cinturón. Noche de gatos que cenan tejidos de soledad y contonean sus caderas por unos tristes mangos para el pan de cada día.
"Ché, ¿qué hacés vos?"
Los mosquitos tienen patente de picotón.
Bandoneón, guitarra, piano. En el Morocho empieza el espectáculo de cada noche. La gente se acomoda en sus mesas y en el escenario se encienden las luces. Familias, parejas, cenan a media luz y se hace el silencio. La música los envuelve en su abrazo y vibran las notas en la voz del cantor.
"Las callesitas de Buenos Aires tienen ése qué sé yo..."
"Por una cabeza de un joven potrillo..."
"... Canta, garganta con arena... "
"Que el mundo fue y será una porquería
ya lo sé..."
"... Verás que todo es mentira..."
"No sabrás, nunca sabrás
lo que es morir mil veces de ansiedad..."
"Quiero emborrachar mi corazón..."
"Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando..."
"Fui como una lluvia de cenizas y fatigas..."
"Mi Buenos Aires querido..."
"... No ves que va la luna rodando por Callao..."
"Vos ves la Cruz del Sur..."
"Barrio plateado por la luna..."
Se entrecruzan los momentos para cantar el amor, para llorarlo y también para reír.
"-¿Cuántos años tenés, pebeta?
-Veinte.
-Se te han caído dos sotas".
Y la noche sigue y sigue entre amantes, trolos y chorros.
Lejos de allí, en la dársena del viejo puerto, descansa oxidado el vapor de La Carrera. Duerme su historia y se relaja la resignación. Bostezo porteño. Los gatos callejeros buscan en la basura antes de que lleguen los cartoneros y los corran del callejón.
Los boliches nocturnos le dan marcha al ventilador; los vasos se bordean de carmín; las polleras agilizan el ascenso y, alimentado de tragos, se crece y envanece el ilustre conquistador en la noche porteña de esquinas habitadas.
Pienso en mi partida y el fresco de la noche se convierte en frío. Me arrebujo en el abrigo y, calentando mis manos con mi aliento, le doy las buenas noches a Gardel.

© Mara Romero Torres

Sólo quería olvidar


De noche, cuando los pensamientos son más claros, salió a recorrer lugares para olvidar aquello que, habiendo sido lo más bello de su vida, se había trocado en amargura. Sus pasos lentos marcaban el camino y su memoria revivió la imagen de dos hormigas que trepaban por el tallo de una rosa. Una, al llegar a la flor, retrocedió e insistió obstinada en recorrer las espinas; la otra, fue dejándolas atrás y se sumergió en los pétalos.

Cuando llegó al cerro de San Miguel, respiró aliviado al comprobar que nadie allí le haría compañía. Iba repleto de esa soledad que busca derramarse a solas. Caminó despacio hasta la ermita. Se sentó en el pretil y se centró en ese punto indefinido donde el silencio de Granada flota entre dos campos de estrellas: uno, arriba recordándole unos ojos que, como colibríes, picaban su alma; el otro abajo, diciéndole que, entre aquellas luces, ella dormía en los brazos de otro. Allí la noche, insensible a su dolor, apretaba su zozobra y dejó aquel lugar.

Se fue a Sierra Nevada, buscando en las alturas la llave del olvido. El viento afilaba sus agujas al pasar por las montañas y el aire lo envolvió con su capa de hielo y mutó su aliento en astillas de mármol con las que dibujó en su piel el nombre de aquélla que viajaba en el eco de su memoria. Allí tampoco estaba la calma y dejó aquel lugar.

Las gaviotas dormían cuando llegó al mar. Sólo se oía el zumbido ronco de las olas, retumbando sobre un fondo que se había quedado hueco bajo los pasos de la luna. Se sentó en la arena, a esa distancia justa a la que sólo llega la ola más intrépida, y la tristeza mordió la soledad que habitaba en el vacío de un corazón que ama a solas. Allí tampoco estaba lo que buscaba, pero no dejó aquel lugar.

Cuando llegó la mañana, el mar había recogido algunas lágrimas perdidas. Miró el amanecer, sonrió, se levantó y echó a andar. Había decidido olvidarse del olvido y llenarse del amor que perdura en el recuerdo. Como aquella hormiga que sin titubear encontró lo que buscaba, el olvido se había quedado a dormir en un fragante lecho de pétalos de rosa.

©Mara Romero Torres

Reflejos en la pared

-¿Dónde te habías metido? -Le preguntó extrañado.
-¿Dónde estabas tú que no me has visto? -Contestó sonriendo. Y mirándolo a los ojos le dijo:- Siempre he estado aquí.
La noche llevaba silbidos de un viento que se colaba por la ventana entreabierta y movía la bombilla que, enganchada en un simple cable, colgaba del techo. La luz y la sombra oscilaban en la pared y alternaban su cara y su cruz al vaivén del improvisado péndulo.
-¡Cierra la ventana! -Le gritó nervioso y, en su cara desencajada, se abrieron de par en par sus ojos ensangrentados por un miedo incontenible. No esperó a que ella cerrara la ventana. Dio un salto y corrió a cerrarla. Los postigos crujieron y se hizo un extraño silencio. Se dejó caer en el sillón de mimbre que había cerca de la ventana y, con las manos fuertemente cruzadas sobre la nuca, hundió la cabeza en sus rodillas. Ella, de pie en el centro de la habitación, lo miró sin decir nada. Pasó un largo rato antes de que aquellas manos se relajaran y cesara la tensión sobre la nuca. Entonces le preguntó:
-¿Le tienes miedo al viento?
Al oír su voz, él levantó la cabeza y, mirando con ojos aún idos la pared en donde bailara el reflejo de la bombilla, murmuró:
-Las sombras. Las sombras.... Esas sombras que se mueven.
-Tú trabajas en las sombras -aclaró con la mirada pícara de quien conoce un secreto-. Tienes miedo a otro tipo de movimiento -y, con la calma que regala la voz de la razón, concluyó:- Le tienes miedo a la luz.

© Mara Romero Torres

La última gota de rocío

Como tantas veces antes, apenas quedaban unas gotas de rocío refrescando la hierba del camino. El recuerdo se había quedado vagabundeando en alguna esquina del pasado y ahora sólo importaban los primeros rayos de sol que hacían brillar aquellas gotas de rocío. Con las manos en los bolsillos, camina despacio y siente el fresco de la mañana en las zonas de su piel que no cubre el abrigo, mientras que en sus ojos danza aún la mirada de otros ojos y sus oídos se templan con sonidos de guitarra. Lo que, hasta hacía unas horas, era, había quedado en nada. La soledad delante del camino, cerca del horizonte de una mirada corta que no tiene camino largo, se despoja del último velo y espera sonriendo segura de que la llevarán a ella los pasos silenciosos que no quieren mirar atrás.
-¿Cómo sería el ruiseñor que murió para que tus pétalos sean rojos? –se preguntó- ¿No son todos los ruiseñores iguales?
Sacó una mano del bolsillo y con ella la rosa que guardaba. La miró sin detener el paso y siguió pensando: “Nadie sabrá de ti. A nadie le interesa saber por qué eres roja; pero tampoco sabrán de mí. A nadie le interesa saber por qué vas conmigo”.
El camino se quedó vacío. El sol dibujó con sus reflejos la danza de los colores y el horizonte se volvió bruma. Algo parecido a una mariposa revoloteaba y se acercaba lentamente a la hierba del camino. Suave, como las notas de un nocturno que se acercan despacio, te abrazan cálidamente y te elevan al cielo, el pétalo de una rosa se posó junto a la última gota de rocío.

© Mara Romero Torres