martes, 2 de febrero de 2010

Te voy a contar un cuento

Había una vez, en un paraje cercano, un flautista que tenía un jardín lleno de flores hermosas a las que cuidaba a diario con especial dedicación: les limpiaba la tierra, quitaba las hojas secas, las regaba... y las ayudaba a crecer tocando para ellas cálidas melodías.
El clima en aquel jardín parecía de eterna primavera y para el flautista estaba lleno de momentos gratos que lo hacían sentirse emperador de las flores. Hasta llegó a deleitarse, entre sus aromas, de una noche de lluvia de estrellas.
Un día, sin que él se lo propusiera y como suelen ocurrir las sorpresas, descubrió que entre las amapolas de la solana había nacido una pequeña flor que le era desconocida. Jamás había visto una flor tan bella. Sus pétalos eran suaves como la seda, cada uno de un color. Siete pétalos tenía y el perfume que emanaba no podía compararlo con el de ninguna otra flor de su jardín. Quedó tan maravillado que empezó a visitarla cada vez con más frecuencia. No podía controlar las ganas de mirarla, de acariciar sus pétalos y aspirar su aroma.
Una tarde, en una de aquellas ocasiones en que acariciaba los pétalos, la flor dejó caer en su mano el pétalo azul. No se inmutó al verlo caer, se lo guardó en el bolsillo y se lo llevó, sin más tristeza, pensando en guardarlo entre las hojas de un libro; pero, por la noche, cuando quiso ponerlo entre las páginas, del pétalo emanó una luz que iluminó la estancia. Sin preguntarse por qué ocurría aquello, lo colocó sobre la mesita, tomó su flauta, como cada noche, y se puso a tocar. Nunca se dormía sin haber creado alguna melodía con la que deleitar al día siguiente a las flores de su jardín. Y, esa noche, el flautista empezó a sentir que algo nuevo se movía en su interior, algo que lo llevó a componer, con más fluidez, más de una melodía. Cansado de crear, se quedó dormido y el pétalo bajó la intensidad de su luz volviéndola tenue y cálida. A la mañana siguiente, el pétalo estaba seco.
"Qué poca vida tiene un pétalo", pensó. Y, pensando esto, se fue a visitar a la flor. Su sorpresa fue al descubrir que en ella habían nacido siete pétalos azules.
Así, y desde entonces, la flor le regalaba cada día un pétalo con beneficios diferentes según el color, provocando en él prodigios nuevos y, de la misma manera, por cada pétalo que daba le brotaban siete. La flor estaba cada vez más hermosa y el flautista cada vez más feliz: no le faltaba de nada. Los pétalos le daban mucho más de lo que necesitaba; pero, de todos los pétalos, el morado era el único que no caía en la mano del flautista, sino en el suelo y, al igual que ocurría con los otros, a la mañana siguiente había aumentado su número. De esta manera extraña, el flautista fue teniendo de todo, excepto dolor.
Mas, de pronto, llegó una sequía y empezó a faltar el agua en el jardín del flautista. Temeroso de perder sus flores, empezó a madrugar para ir a recoger agua de una fuente que manaba al otro lado de las montañas que custodiaban su hogar. Sus flores la necesitaban y no le importaron ni el dolor ni las llagas en sus pies. Repartía con cuidado el agua entre todas; pero, cuando llegaba a la rara flor de pétalos de colores, le decía: "Aguanta, aguanta que esto pasará pronto" y no le echaba agua. Pasaron los días. Regaba sus flores y a ella le decía: "Aguanta que vendrá la lluvia, aguanta, tienes que ser fuerte, aguanta, estoy a tu lado y no te dejaré sola, aguanta".
Y así, cada día, a la flor le decía aguanta.
Y la flor, cada día, le ponía un pétalo en la mano.
Y el pétalo que le daba ya no se multiplicaba.
Al ver que los pétalos no aumentaban, reparó en los morados y pensó en ir recogiéndolos a medida que caían, para venderlos. Sacaría dinero por ellos puesto que a él no le hacían falta. Tenía de todo en abundancia y sus flores estaban sobreviviendo a la sequía.
—Eres la flor más hermosa de mi jardín, la más bella que jamás he tenido. Jamás pensé tener algo tan grandioso. Aguanta un poco más... Aguanta —le dijo un día, cuando ya a la flor le quedaban sólo siete pétalos: uno de cada color. Y, cuando quiso acariciarla para que le diera otro pétalo, las amapolas la taparon y la flor desapareció.
Aquella noche no hubo lluvia de estrellas, pero sí un viento fresco y suave al que las amapolas le entregaron la flor.
Donde la llevó el viento, no se supo.
El jardín donde creció, hoy es un vergel.
El flautista, un alma errante escondida en el silencio
que tiene, para calmar su sed,
el fuego seco del desierto.

©Mara Romero Torres

No hay comentarios:

Publicar un comentario