viernes, 26 de febrero de 2010

Una noche en la playa

No sabía qué tenía aquella playa. Si siempre había estado sola allí, ¿por qué la cautivaba tanto? No había recuerdos ligados a la arena. Nunca nadie había compartido con ella amaneceres ni mucho menos había esperado a su lado la llegada de la luna. Si acaso, y en contadas ocasiones, alguna gaviota despistada acercó sus pasos cautelosa, atraída por aquella extraña mujer que siempre andaba sola y de la que, tras haber satisfecho su curiosidad, se alejaba con el mismo donaire con que se había acercado.
Amó. Y anduvo con el hombre que amaba por los caminos de su fantasía. Pensó, casi con idea obsesiva, que, en algún momento, él estaría bañándose de brisa marina junto a ella, compartiendo la sinfonía de los sentidos desde el cielo hasta la piel o, como a ella le gustaba, desde la piel al cielo.
Se sentó, como cada tarde, a la orilla del agua y se quitó las zapatillas. Hundió los pies en la arena y aspiró con fuerza el olor a mar. Con el aire que respiraba y el agua que llegaba a sus pies apartando la arena, tomó forma en su mente la imagen de aquel hombre que había dejado de ser el extraño de su ideal para convertirse en el ausente de su realidad. Amándolo sin medida, se apartó de él para que sólo a ella la atacara el amor sin piedad, ése que llega cuando, por el bien del ser amado, se echa a andar sin él sabiendo que el ir así es colgarle al alma el se busca la muerte.
Una vez más, la imagen llegó nítida y completa y, estando ya instalada en su mente, daba igual si ella tenía los ojos abiertos o cerrados. De cualquier manera, dominaba su existencia. Las palabras huyeron; para hablar con él dejó de necesitarlas. Huían cada vez que ella lo evocaba y es que las palabras eran pobres aspirantes que no podían expresar por completo lo que ella veía cuando lo miraba; por eso, las desterraba y, anidando un espacio en las arenas del mar, le susurraba miradas.
Y así, iban pasando retazos de amor en diapositivas, mientras miraba un mar que no veía y esperaba lo que nunca llegaba.
Un escalofrío la recorrió. Una mano suave levantó despacio su pelo negro y besó su nuca. Sintiendo aún el calor del aliento en su cuello, notó que la mano se deslizaba hasta descansar en su hombro. Cerró los ojos. Ladeo la cabeza, hasta dejarla echada sobre su calor y se dejó llevar:
Las olas del mar entonaron la sinfonía que mece la tarde.
El sol se fue quedando en débil candil que prepara la penumbra de los romances de amor.
Y la arena fue la cama y el cielo la sábana que queda apartada en la batalla.
Dos cuerpos desnudos, convertidos en un dios, borraron el horizonte y el tiempo perdió los pies para quedarse en el tiempo.
Al amanecer, la albada los despertó. Estaban fundidos en un abrazo.
Ella se levantó y miró al mar. Dos lágrimas matizaron su sonrisa.
Estaba sola.
Con andar lento y cansado, fue dejando sus pasos descalzos en la arena. Llevaba el pelo blanco y arrugas en la cara.
Su vida había pasado en una noche de playa.

© Mara Romero Torres

miércoles, 17 de febrero de 2010

La cajita de marfil

En una residencia, rodeada de pinos junto a un pantano, vive un hombre al que han otorgado el privilegio de no compartir la habitación con otro residente. Se llama Manuel. En sus setenta y ocho años, su paso aún es firme. Su cuerpo delgado se resiste a ser atraído por la gravedad y, en su uno ochenta de estatura, se conserva la elegancia. En sus manos se dibujan las manchas del tiempo y, a pesar de los nudos de artrosis de sus dedos, al mirarlas se recibe una sensación de fortaleza que da seguridad. Observándolas, resulta fácil trasportarse a aquel tiempo en que, sin duda, sujetaban con fuerza a aquella familia de la que se sentía responsable y en la que siempre había un lugar para un nuevo miembro. Ahora vive en la residencia. Y vive allí porque a sus hijos les estaba pasando lo que a muchos en ese tiempo: no tenían ni tiempo ni espacio en sus casas para albergar al abuelo.
En las horas de visita, van a verlo algún que otro día y, alguna que otra vez, hasta le llevan un regalo, eso sí, siempre algo práctico: una camiseta, unas zapatillas, unos pañuelos... Todo punible y gastable rápido porque ya lo ven con edad. Cuando no pueden ir a verlo, alternan las visitas con alguna que otra llamada telefónica, no muchas, para no sentar costumbre que se convierta en obligación y pueda provocar un reproche. Así, evitan las protestas del abuelo y lo mantienen educado para llevarse una sorpresa, cuando los ve.
Manuel tiene en su habitación su mundo. Bastaron dos maletas para llevarlo. En una llevó la ropa que iba a necesitar y en la otra, y bajo la mirada compasiva de sus hijos, cargó las fotos, los regalos significativos, los retazos de memoria de una vida que ahora lucía repartida por una habitación solitaria. Haciendo de su rutina un ritual, cada noche va mirando aquellos objetos de uno en uno y reconstruye, lentamente, los pasos idos.
A veces se le escapa una lágrima que cae veloz a estrellarse contra su pecho.
Nunca tiene prisa por acostarse. Piensa que dormir es quitarle tiempo a la vida y él no tiene sueño. Ya dormirá cuando la noche lo venza. Encuentra en la quietud de la noche el espacio liberado que su evolución necesita y por eso se mete en la cama rayando la madrugada. Cada noche, dobla la almohada y acomoda en ella su espalda contra el cabecero. Ese momento es el broche de su día, el último repaso antes de dormir. Es entonces cuando coge una caja pequeña de marfil que siempre tiene sobre la mesita de noche. La acaricia y la vuelve a acariciar antes de abrirla. Sus dedos, aquí temblorosos, van leyendo los perfiles marfilados y, mientras recorre suave y lentamente la tapa, desfila ante él una vida dedicada a su familia. Abre la caja y se queda mirando un momento el papel doblado que guarda en su interior. Lo saca y, sin desplegarlo, el papel va jugando en la caricia de sus manos. Sabe lo que dice. Su memoria lleva grabadas sus letras y no necesita leerlo; pero, aún así, nunca se va a dormir sin haberlo leído antes.
Una vez pasó por su vida un amor especial, cuando ya daba al amor por perdido, y lo dejó pasar porque creyó que iba con marchamo de prohibido. Ahora se funde en la nostalgia y busca consuelo en el recuerdo de aquello que no supo vivir, que no supo ni pudo vivir porque era fiel a unos códigos a los que consideraba locura faltar y él era un hombre muy cuerdo. Mira su habitación fría y sus venas se calientan pensando en aquella mujer que tanto lo amó y a quien él había llevado siempre consigo. Aquellos principios ya no le valen de nada y ahora le gustaría estar loco para no echar de menos amor.
Desdobla el papel y lee un poema que ella le escribió. Desde las primeras letras, otra lágrima se desliza por su cara y va marcando lentamente su cauce hasta que entra clandestina en su boca. Pone suavemente las yemas de los dedos sobre sus labios, y calla.

© Mara Romero Torres

domingo, 7 de febrero de 2010

Mariposas sobre la cama

Aquella mañana, Beatriz se despertó antes de que sonara el reloj. Había activado la alarma para que la despertara a las cinco de la mañana; pero estaba inquieta y no le dio tiempo a que sonara. Se despertó antes. Tenía mucho trabajo atrasado y quería adelantarlo y terminar pronto. Había dejado la estufa encendida durante la noche y, al destaparse para levantarse, notó la templanza que envolvía la habitación. En la calle, el aire silbaba fuerte y estrellaba la lluvia contra los cristales. Pensó que el día iba a ser duro en todos los sentidos y, al instante, se arrebujó en su cálida cama, abandonándose a la pereza.
-¡No estoy! ¡Que nadie me busque! -dijo en voz alta.
Saboreó apenas unos segundos aquel estado de remoloneo. Sin embargo, la ropa no tardó mucho en volar hacia el suelo y, tomando impulso, saltó de la cama para meterse resuelta en la ducha. Era la mejor manera de despertar del todo y ponerse a sus obligaciones. Ese día, tenía la primera clase a las once y media de la mañana y dos clases más por la tarde. Como no pensaba salir hasta la hora de clase, se colocó de nuevo el pijama. Colocó la montaña de libros que la esperaban en el orden que iba a seguir para trabajarlos y se preparó un tazón con cereales. Acto seguido, y poniendo en forma sus energías con el desayuno, empezó a leer el tema de Teoría de la Literatura que tenía que resumir, dando viajes aparentemente distraídos con la cuchara, prestando más atención a la lectura que a ésta. Para cuando sonó el despertador, que no había desactivado, ya estaba imbuida en su trabajo y se había olvidado del día tan malo que haraganeaba en la calle.
Sonó el móvil:
-Beatriz, Óscar se va. Ven si quieres despedirte de él -Le dijo Macarena.
Soltó el bolígrafo sobre el folio y, a la velocidad del rayo, se cambió el pijama por ropa de calle. Se abrochó su abrigo de lana, se puso la bolsa en bandolera, se cubrió con un impermeable y se fue a ver a Óscar.
-Tengo que ser fuerte. Tengo que ser fuerte -se iba repitiendo por el camino. Temblaba, creía que de frío, y se frotaba de vez en cuando los brazos para espantarlo.
Cuando llegó, encontró a Óscar dormido. Macarena la estaba esperando en la puerta y, al verla llegar, salió a su encuentro y la abrazó llorando:
-Entra y háblale. Tiene muchas ganas de verte. Yo me quedo fuera y, ya sabes, si me necesitas me llamas que estoy aquí, como siempre. Comprendes que no entre ahora, ¿verdad? No quiero que me vea llorar.
Las paredes blancas y frías de su habitación en el hospital estaban forradas con los dibujos que Beatriz le pintaba cada vez que iba a verlo. Clavadas con chinchetas, había pinturas de un osito enamorado que escondía una flor tras su espalda, un dragón sonriente sobre una enorme bola azul, una niña rodeada de flores y pajarillos, un niño que duerme tranquilo junto a un castillo encantado que sonríe por sus ventanas y que vela su sueño, un paraguas abierto que frena una lluvia de diminutas estrellas... Montones de dibujos que recreaban la vista de Óscar y que daban vida a una fantasía prisionera entre batas, zuecos, ruído de carros, olor a impotencia y ganas de vomitar.
-Óscar. ¿Estás dormido? -le preguntó en voz baja presionando ligeramente su mano.
-Hola, Bea -respondió casi en un susurro, mientras abría los ojos para mirarla.
-¿Cómo estás hoy, campeón?
-Mejor, pero tengo sueño.
-¿Quieres que me vaya y que te deje dormir? Puedo venir otro día, ya lo sabes.
-No. No te vayas.
Intentó incorporarse. Quiso sentarse en la cama para jugar con ella, como hacía cada vez que lo visitaba, pero no pudo hacerlo.
-No te levantes que hace frío y te puedes resfriar -propuso resuelta en tanto que le colocaba otra almohada debajo de la cabeza para que estuviera un poco más incorporado-. Mejor te quedas así tapadito y me dices qué quieres que haga, ¿vale? Ya te levantarás otro día que no tengas sueño y que el tiempo no sea tan feo.
Óscar mostró su conformidad asintiendo con la cabeza:
-Quiero que me pintes mariposas.
-¡Pues venga! ¡Verás qué bonitas van a ser!
Y sacó de la bolsa que llevaba en bandolera unos folios y unos lápices de colores. Le pintó una mariposa tomando el sol en la playa, otra que iba de safari en la trompa de un elefante, una tercera sobre un sombrero con alas y, cuando pintó una posándose en la nariz de un dormilón que roncaba, Óscar sonrió. En poco tiempo hubo sobre la cama muchas mariposas felices. Cada folio era un cuadro. Cada historia, una dicha robada.
-Quiero que me pintes otra en la cola de un cometa que va hacia el sol.
Y Beatriz se la pintó.
-Es muy bonita.
Le costaba mucho hablar y ella lo escuchaba con la sensación de tener un puño apretando su garganta.
-¿Quieres que las ponga en la pared?
-No. Déjamelas aquí. Lo que quiero que hagas es otra cosa.
-Pues, dime qué es.
-Quiero que te lleves a mi madre a tomar café.
-¿Y eso?
-Es que quiero convertirme en mariposa y si mi madre está aquí no me va a dejar.
Beatriz comprendió. La madre, que observaba en silencio a través de la rendija de la puerta, también comprendió.

Cuando por la tarde acudió a la facultad, en un rincón del pasillo Beatriz lloraba. Su amigo Óscar de ocho años, al que ella solía visitar y con el que tantas veces había reído viajando por mundos imaginarios, había muerto de cáncer.
-Óscar ha muerto -me contaba entre sollozos-. Quiso hacerlo solo como un valiente. Nosotras nos quedamos en el pasillo para cumplir su voluntad. Macarena miraba por la rendija de la puerta. Lloraba en silencio para que el niño no la oyera. Pero en el último momento, entró y lo abrazó llenándolo de besos:
»-Vete y sé libre, mi amor. Pero espérame en el cielo -le decía.
»Yo he sentido su paz, ¿sabes? la he respirado y sé que está bien allí donde está; pero llevo en el alma, como alfileres, los ojos de una madre cargados con la tristeza de un silencio de lágrimas secas.

© Mara Romero Torres

martes, 2 de febrero de 2010

Te voy a contar un cuento

Había una vez, en un paraje cercano, un flautista que tenía un jardín lleno de flores hermosas a las que cuidaba a diario con especial dedicación: les limpiaba la tierra, quitaba las hojas secas, las regaba... y las ayudaba a crecer tocando para ellas cálidas melodías.
El clima en aquel jardín parecía de eterna primavera y para el flautista estaba lleno de momentos gratos que lo hacían sentirse emperador de las flores. Hasta llegó a deleitarse, entre sus aromas, de una noche de lluvia de estrellas.
Un día, sin que él se lo propusiera y como suelen ocurrir las sorpresas, descubrió que entre las amapolas de la solana había nacido una pequeña flor que le era desconocida. Jamás había visto una flor tan bella. Sus pétalos eran suaves como la seda, cada uno de un color. Siete pétalos tenía y el perfume que emanaba no podía compararlo con el de ninguna otra flor de su jardín. Quedó tan maravillado que empezó a visitarla cada vez con más frecuencia. No podía controlar las ganas de mirarla, de acariciar sus pétalos y aspirar su aroma.
Una tarde, en una de aquellas ocasiones en que acariciaba los pétalos, la flor dejó caer en su mano el pétalo azul. No se inmutó al verlo caer, se lo guardó en el bolsillo y se lo llevó, sin más tristeza, pensando en guardarlo entre las hojas de un libro; pero, por la noche, cuando quiso ponerlo entre las páginas, del pétalo emanó una luz que iluminó la estancia. Sin preguntarse por qué ocurría aquello, lo colocó sobre la mesita, tomó su flauta, como cada noche, y se puso a tocar. Nunca se dormía sin haber creado alguna melodía con la que deleitar al día siguiente a las flores de su jardín. Y, esa noche, el flautista empezó a sentir que algo nuevo se movía en su interior, algo que lo llevó a componer, con más fluidez, más de una melodía. Cansado de crear, se quedó dormido y el pétalo bajó la intensidad de su luz volviéndola tenue y cálida. A la mañana siguiente, el pétalo estaba seco.
"Qué poca vida tiene un pétalo", pensó. Y, pensando esto, se fue a visitar a la flor. Su sorpresa fue al descubrir que en ella habían nacido siete pétalos azules.
Así, y desde entonces, la flor le regalaba cada día un pétalo con beneficios diferentes según el color, provocando en él prodigios nuevos y, de la misma manera, por cada pétalo que daba le brotaban siete. La flor estaba cada vez más hermosa y el flautista cada vez más feliz: no le faltaba de nada. Los pétalos le daban mucho más de lo que necesitaba; pero, de todos los pétalos, el morado era el único que no caía en la mano del flautista, sino en el suelo y, al igual que ocurría con los otros, a la mañana siguiente había aumentado su número. De esta manera extraña, el flautista fue teniendo de todo, excepto dolor.
Mas, de pronto, llegó una sequía y empezó a faltar el agua en el jardín del flautista. Temeroso de perder sus flores, empezó a madrugar para ir a recoger agua de una fuente que manaba al otro lado de las montañas que custodiaban su hogar. Sus flores la necesitaban y no le importaron ni el dolor ni las llagas en sus pies. Repartía con cuidado el agua entre todas; pero, cuando llegaba a la rara flor de pétalos de colores, le decía: "Aguanta, aguanta que esto pasará pronto" y no le echaba agua. Pasaron los días. Regaba sus flores y a ella le decía: "Aguanta que vendrá la lluvia, aguanta, tienes que ser fuerte, aguanta, estoy a tu lado y no te dejaré sola, aguanta".
Y así, cada día, a la flor le decía aguanta.
Y la flor, cada día, le ponía un pétalo en la mano.
Y el pétalo que le daba ya no se multiplicaba.
Al ver que los pétalos no aumentaban, reparó en los morados y pensó en ir recogiéndolos a medida que caían, para venderlos. Sacaría dinero por ellos puesto que a él no le hacían falta. Tenía de todo en abundancia y sus flores estaban sobreviviendo a la sequía.
—Eres la flor más hermosa de mi jardín, la más bella que jamás he tenido. Jamás pensé tener algo tan grandioso. Aguanta un poco más... Aguanta —le dijo un día, cuando ya a la flor le quedaban sólo siete pétalos: uno de cada color. Y, cuando quiso acariciarla para que le diera otro pétalo, las amapolas la taparon y la flor desapareció.
Aquella noche no hubo lluvia de estrellas, pero sí un viento fresco y suave al que las amapolas le entregaron la flor.
Donde la llevó el viento, no se supo.
El jardín donde creció, hoy es un vergel.
El flautista, un alma errante escondida en el silencio
que tiene, para calmar su sed,
el fuego seco del desierto.

©Mara Romero Torres