jueves, 8 de abril de 2010

Confesión pública

Llevo noches sin poder dormir porque hay demasiados fantasmas en mi recámara. La conciencia es un caballo desbocado que pisotea la tranquilidad de mi sueño y las viejas raíces exigen confesión. Hace tiempo que dejaron de convencerme los confesionarios convencionales y aprendí a lanzar los pecados al aire, por eso, una vez más, mi conciencia hace pública su voz y dispara contra los disparates de la única forma que sabe: con su verdad.

Ante los viejos estamentos, confieso que no tengo fe:

No puedo creer, ni quiero, en un país cuya monarquía no rinde cuentas al pueblo que le compra los vestidos, le llena la despensa de caviar y le paga los viajes.

No puedo creer, ni quiero, en los gobiernos febriles de poder que se engordan en la corrupción y sirven a la ley "divide y vencerás".
Entre mis fantasmas me pregunto qué papel jugará aquí "El Príncipe" de Maquiavelo.

No quiero creer, ni puedo, en un pueblo que se ha dejado avasallar por el miedo y se relaja embobado pasando sus horas en la basura que le quieren vender para que las cosas permanezcan en absurda quietud. Y, sin embargo, quiero a ese pueblo, lo quiero despierto y le envío como regalo el "San Manuel Bueno Mártir", de Unamuno con la esperanza de que ahonde en el lago que le aclare la visión.

No quiero creer, ni puedo, en las prédicas de doble moral que ultrajan el alma de los inocentes. Soy incapaz de creer en un dios ambiguo, cortado a la medida y tan falto de amor, ni en sus súbditos que por un lado hacen campaña contra el aborto y, por otro, ensartan la inocencia de los niños en un rosario pederasta.
Y quiero a los niños y los quiero niños. Quiero ponerles sonrisas en esos rostros sin boca que pululan por mi recámara, cuando algunos malnacidos los dejaron huérfanos de amor. Quiero ir a por el sol para repartir sus rayos, por si con ellos puedo borrar el sacrilegio que se comete contra su alma. ¿Cómo se puede restaurar el alma asesinada de un niño? ¿Cómo se puede creer en la barbarie y asimilar que alguien diga que son ellos, los niños, quienes provocan el abuso? ¿Y, si ellos lo provocan, quién los enseñó? ¿Qué ser pervertido les enseñó que eso era lo correcto? No me valen santidades. No se justifican las excusas. La vileza campa a sus anchas y las cabezas visibles la toleran, ¿por qué? Porque son pestes que se quedaron sin madre.
Qué grandes somos como seres humanos. ¡Con qué facilidad se dispara contra niños o se les lanzan granadas! ¡Con cuánta emoción los buscan los proxenetas! ¡Qué poco se piensa en el miedo que puedan sentir cuando tienen que esconderse de los escuadrones de la muerte! ¡Qué baratos salen sus órganos! ¡Qué orgullo verlos escarbar en la basura! ¡Qué bien que anden alejados de los libros y que nunca conozcan que se escribieron cuentos para enseñarlos a soñar! ¡Qué importa que su cama sea el suelo o que no duerman abrazados a un peluche! ¡Para qué un beso de buenas noches si eso son sensiblerías y la vida es dura y hay que pelearla cada día! ¡Para qué ayudarlos a crecer si con sus cuerpos menudos se saca más partido! Que se queden siempre así, con infancia mutilada en una nueva versión de Peter Pan, que para eso avanzan los tiempos y tenemos la facultad de transformar... Cómo se puede tolerar tanto dolor.

Confieso mi furia y confieso que no pediré perdón por sentirla.

Que las voces que deben callar no me pidan que crea. ¿Cómo puedo creer si mi razón está tan limitada que no asimila tanta maldad? Mi fe anda por otros caminos, buscando al Ser Humano.

Confieso que no me asusta perder mi entrada en el cielo.


Se estrujaba la lumbrera
un genio buscando palabras,
para parar una guerra
usándolas como placas
protectoras de unos niños
con marchamo de rebajas:

¡Rodajas de corazón
que apenas muestran la tara!
¡Mercancía insignificante
que no merece atención,
más que en conmoción avara,
y se encuentran en cualquier parte!

Mi inteligente generación
nada ha aprendido
y, sin lágrimas de cocodrilo,
a vosotros, que sois mi Dios,
os pido:

A los recién nacidos
que en la cuna halláis la muerte
¡Perdón!
A los que habéis cambiado
los peluches por fusiles
¡Perdón!
A los que buscáis
comida en la basura
¡Perdón!
A los que os hemos quitado
la magia de los bosques
¡Perdón!
A los que os damos de herencia
una primavera de lluvia ácida
¡Perdón!
A los que os hemos quitado
la seguridad de un hogar
¡Perdón!
A los que os hemos parido
un mundo de miedo y llanto
¡Perdón!
A los que os hemos regalado
un planeta de globos negros
¡Perdón!
A los que...
¡Perdón!
¡Perdón!
¡Perdón!
¡...!

Mara Romero Torres

viernes, 26 de febrero de 2010

Una noche en la playa

No sabía qué tenía aquella playa. Si siempre había estado sola allí, ¿por qué la cautivaba tanto? No había recuerdos ligados a la arena. Nunca nadie había compartido con ella amaneceres ni mucho menos había esperado a su lado la llegada de la luna. Si acaso, y en contadas ocasiones, alguna gaviota despistada acercó sus pasos cautelosa, atraída por aquella extraña mujer que siempre andaba sola y de la que, tras haber satisfecho su curiosidad, se alejaba con el mismo donaire con que se había acercado.
Amó. Y anduvo con el hombre que amaba por los caminos de su fantasía. Pensó, casi con idea obsesiva, que, en algún momento, él estaría bañándose de brisa marina junto a ella, compartiendo la sinfonía de los sentidos desde el cielo hasta la piel o, como a ella le gustaba, desde la piel al cielo.
Se sentó, como cada tarde, a la orilla del agua y se quitó las zapatillas. Hundió los pies en la arena y aspiró con fuerza el olor a mar. Con el aire que respiraba y el agua que llegaba a sus pies apartando la arena, tomó forma en su mente la imagen de aquel hombre que había dejado de ser el extraño de su ideal para convertirse en el ausente de su realidad. Amándolo sin medida, se apartó de él para que sólo a ella la atacara el amor sin piedad, ése que llega cuando, por el bien del ser amado, se echa a andar sin él sabiendo que el ir así es colgarle al alma el se busca la muerte.
Una vez más, la imagen llegó nítida y completa y, estando ya instalada en su mente, daba igual si ella tenía los ojos abiertos o cerrados. De cualquier manera, dominaba su existencia. Las palabras huyeron; para hablar con él dejó de necesitarlas. Huían cada vez que ella lo evocaba y es que las palabras eran pobres aspirantes que no podían expresar por completo lo que ella veía cuando lo miraba; por eso, las desterraba y, anidando un espacio en las arenas del mar, le susurraba miradas.
Y así, iban pasando retazos de amor en diapositivas, mientras miraba un mar que no veía y esperaba lo que nunca llegaba.
Un escalofrío la recorrió. Una mano suave levantó despacio su pelo negro y besó su nuca. Sintiendo aún el calor del aliento en su cuello, notó que la mano se deslizaba hasta descansar en su hombro. Cerró los ojos. Ladeo la cabeza, hasta dejarla echada sobre su calor y se dejó llevar:
Las olas del mar entonaron la sinfonía que mece la tarde.
El sol se fue quedando en débil candil que prepara la penumbra de los romances de amor.
Y la arena fue la cama y el cielo la sábana que queda apartada en la batalla.
Dos cuerpos desnudos, convertidos en un dios, borraron el horizonte y el tiempo perdió los pies para quedarse en el tiempo.
Al amanecer, la albada los despertó. Estaban fundidos en un abrazo.
Ella se levantó y miró al mar. Dos lágrimas matizaron su sonrisa.
Estaba sola.
Con andar lento y cansado, fue dejando sus pasos descalzos en la arena. Llevaba el pelo blanco y arrugas en la cara.
Su vida había pasado en una noche de playa.

© Mara Romero Torres

miércoles, 17 de febrero de 2010

La cajita de marfil

En una residencia, rodeada de pinos junto a un pantano, vive un hombre al que han otorgado el privilegio de no compartir la habitación con otro residente. Se llama Manuel. En sus setenta y ocho años, su paso aún es firme. Su cuerpo delgado se resiste a ser atraído por la gravedad y, en su uno ochenta de estatura, se conserva la elegancia. En sus manos se dibujan las manchas del tiempo y, a pesar de los nudos de artrosis de sus dedos, al mirarlas se recibe una sensación de fortaleza que da seguridad. Observándolas, resulta fácil trasportarse a aquel tiempo en que, sin duda, sujetaban con fuerza a aquella familia de la que se sentía responsable y en la que siempre había un lugar para un nuevo miembro. Ahora vive en la residencia. Y vive allí porque a sus hijos les estaba pasando lo que a muchos en ese tiempo: no tenían ni tiempo ni espacio en sus casas para albergar al abuelo.
En las horas de visita, van a verlo algún que otro día y, alguna que otra vez, hasta le llevan un regalo, eso sí, siempre algo práctico: una camiseta, unas zapatillas, unos pañuelos... Todo punible y gastable rápido porque ya lo ven con edad. Cuando no pueden ir a verlo, alternan las visitas con alguna que otra llamada telefónica, no muchas, para no sentar costumbre que se convierta en obligación y pueda provocar un reproche. Así, evitan las protestas del abuelo y lo mantienen educado para llevarse una sorpresa, cuando los ve.
Manuel tiene en su habitación su mundo. Bastaron dos maletas para llevarlo. En una llevó la ropa que iba a necesitar y en la otra, y bajo la mirada compasiva de sus hijos, cargó las fotos, los regalos significativos, los retazos de memoria de una vida que ahora lucía repartida por una habitación solitaria. Haciendo de su rutina un ritual, cada noche va mirando aquellos objetos de uno en uno y reconstruye, lentamente, los pasos idos.
A veces se le escapa una lágrima que cae veloz a estrellarse contra su pecho.
Nunca tiene prisa por acostarse. Piensa que dormir es quitarle tiempo a la vida y él no tiene sueño. Ya dormirá cuando la noche lo venza. Encuentra en la quietud de la noche el espacio liberado que su evolución necesita y por eso se mete en la cama rayando la madrugada. Cada noche, dobla la almohada y acomoda en ella su espalda contra el cabecero. Ese momento es el broche de su día, el último repaso antes de dormir. Es entonces cuando coge una caja pequeña de marfil que siempre tiene sobre la mesita de noche. La acaricia y la vuelve a acariciar antes de abrirla. Sus dedos, aquí temblorosos, van leyendo los perfiles marfilados y, mientras recorre suave y lentamente la tapa, desfila ante él una vida dedicada a su familia. Abre la caja y se queda mirando un momento el papel doblado que guarda en su interior. Lo saca y, sin desplegarlo, el papel va jugando en la caricia de sus manos. Sabe lo que dice. Su memoria lleva grabadas sus letras y no necesita leerlo; pero, aún así, nunca se va a dormir sin haberlo leído antes.
Una vez pasó por su vida un amor especial, cuando ya daba al amor por perdido, y lo dejó pasar porque creyó que iba con marchamo de prohibido. Ahora se funde en la nostalgia y busca consuelo en el recuerdo de aquello que no supo vivir, que no supo ni pudo vivir porque era fiel a unos códigos a los que consideraba locura faltar y él era un hombre muy cuerdo. Mira su habitación fría y sus venas se calientan pensando en aquella mujer que tanto lo amó y a quien él había llevado siempre consigo. Aquellos principios ya no le valen de nada y ahora le gustaría estar loco para no echar de menos amor.
Desdobla el papel y lee un poema que ella le escribió. Desde las primeras letras, otra lágrima se desliza por su cara y va marcando lentamente su cauce hasta que entra clandestina en su boca. Pone suavemente las yemas de los dedos sobre sus labios, y calla.

© Mara Romero Torres

domingo, 7 de febrero de 2010

Mariposas sobre la cama

Aquella mañana, Beatriz se despertó antes de que sonara el reloj. Había activado la alarma para que la despertara a las cinco de la mañana; pero estaba inquieta y no le dio tiempo a que sonara. Se despertó antes. Tenía mucho trabajo atrasado y quería adelantarlo y terminar pronto. Había dejado la estufa encendida durante la noche y, al destaparse para levantarse, notó la templanza que envolvía la habitación. En la calle, el aire silbaba fuerte y estrellaba la lluvia contra los cristales. Pensó que el día iba a ser duro en todos los sentidos y, al instante, se arrebujó en su cálida cama, abandonándose a la pereza.
-¡No estoy! ¡Que nadie me busque! -dijo en voz alta.
Saboreó apenas unos segundos aquel estado de remoloneo. Sin embargo, la ropa no tardó mucho en volar hacia el suelo y, tomando impulso, saltó de la cama para meterse resuelta en la ducha. Era la mejor manera de despertar del todo y ponerse a sus obligaciones. Ese día, tenía la primera clase a las once y media de la mañana y dos clases más por la tarde. Como no pensaba salir hasta la hora de clase, se colocó de nuevo el pijama. Colocó la montaña de libros que la esperaban en el orden que iba a seguir para trabajarlos y se preparó un tazón con cereales. Acto seguido, y poniendo en forma sus energías con el desayuno, empezó a leer el tema de Teoría de la Literatura que tenía que resumir, dando viajes aparentemente distraídos con la cuchara, prestando más atención a la lectura que a ésta. Para cuando sonó el despertador, que no había desactivado, ya estaba imbuida en su trabajo y se había olvidado del día tan malo que haraganeaba en la calle.
Sonó el móvil:
-Beatriz, Óscar se va. Ven si quieres despedirte de él -Le dijo Macarena.
Soltó el bolígrafo sobre el folio y, a la velocidad del rayo, se cambió el pijama por ropa de calle. Se abrochó su abrigo de lana, se puso la bolsa en bandolera, se cubrió con un impermeable y se fue a ver a Óscar.
-Tengo que ser fuerte. Tengo que ser fuerte -se iba repitiendo por el camino. Temblaba, creía que de frío, y se frotaba de vez en cuando los brazos para espantarlo.
Cuando llegó, encontró a Óscar dormido. Macarena la estaba esperando en la puerta y, al verla llegar, salió a su encuentro y la abrazó llorando:
-Entra y háblale. Tiene muchas ganas de verte. Yo me quedo fuera y, ya sabes, si me necesitas me llamas que estoy aquí, como siempre. Comprendes que no entre ahora, ¿verdad? No quiero que me vea llorar.
Las paredes blancas y frías de su habitación en el hospital estaban forradas con los dibujos que Beatriz le pintaba cada vez que iba a verlo. Clavadas con chinchetas, había pinturas de un osito enamorado que escondía una flor tras su espalda, un dragón sonriente sobre una enorme bola azul, una niña rodeada de flores y pajarillos, un niño que duerme tranquilo junto a un castillo encantado que sonríe por sus ventanas y que vela su sueño, un paraguas abierto que frena una lluvia de diminutas estrellas... Montones de dibujos que recreaban la vista de Óscar y que daban vida a una fantasía prisionera entre batas, zuecos, ruído de carros, olor a impotencia y ganas de vomitar.
-Óscar. ¿Estás dormido? -le preguntó en voz baja presionando ligeramente su mano.
-Hola, Bea -respondió casi en un susurro, mientras abría los ojos para mirarla.
-¿Cómo estás hoy, campeón?
-Mejor, pero tengo sueño.
-¿Quieres que me vaya y que te deje dormir? Puedo venir otro día, ya lo sabes.
-No. No te vayas.
Intentó incorporarse. Quiso sentarse en la cama para jugar con ella, como hacía cada vez que lo visitaba, pero no pudo hacerlo.
-No te levantes que hace frío y te puedes resfriar -propuso resuelta en tanto que le colocaba otra almohada debajo de la cabeza para que estuviera un poco más incorporado-. Mejor te quedas así tapadito y me dices qué quieres que haga, ¿vale? Ya te levantarás otro día que no tengas sueño y que el tiempo no sea tan feo.
Óscar mostró su conformidad asintiendo con la cabeza:
-Quiero que me pintes mariposas.
-¡Pues venga! ¡Verás qué bonitas van a ser!
Y sacó de la bolsa que llevaba en bandolera unos folios y unos lápices de colores. Le pintó una mariposa tomando el sol en la playa, otra que iba de safari en la trompa de un elefante, una tercera sobre un sombrero con alas y, cuando pintó una posándose en la nariz de un dormilón que roncaba, Óscar sonrió. En poco tiempo hubo sobre la cama muchas mariposas felices. Cada folio era un cuadro. Cada historia, una dicha robada.
-Quiero que me pintes otra en la cola de un cometa que va hacia el sol.
Y Beatriz se la pintó.
-Es muy bonita.
Le costaba mucho hablar y ella lo escuchaba con la sensación de tener un puño apretando su garganta.
-¿Quieres que las ponga en la pared?
-No. Déjamelas aquí. Lo que quiero que hagas es otra cosa.
-Pues, dime qué es.
-Quiero que te lleves a mi madre a tomar café.
-¿Y eso?
-Es que quiero convertirme en mariposa y si mi madre está aquí no me va a dejar.
Beatriz comprendió. La madre, que observaba en silencio a través de la rendija de la puerta, también comprendió.

Cuando por la tarde acudió a la facultad, en un rincón del pasillo Beatriz lloraba. Su amigo Óscar de ocho años, al que ella solía visitar y con el que tantas veces había reído viajando por mundos imaginarios, había muerto de cáncer.
-Óscar ha muerto -me contaba entre sollozos-. Quiso hacerlo solo como un valiente. Nosotras nos quedamos en el pasillo para cumplir su voluntad. Macarena miraba por la rendija de la puerta. Lloraba en silencio para que el niño no la oyera. Pero en el último momento, entró y lo abrazó llenándolo de besos:
»-Vete y sé libre, mi amor. Pero espérame en el cielo -le decía.
»Yo he sentido su paz, ¿sabes? la he respirado y sé que está bien allí donde está; pero llevo en el alma, como alfileres, los ojos de una madre cargados con la tristeza de un silencio de lágrimas secas.

© Mara Romero Torres

martes, 2 de febrero de 2010

Te voy a contar un cuento

Había una vez, en un paraje cercano, un flautista que tenía un jardín lleno de flores hermosas a las que cuidaba a diario con especial dedicación: les limpiaba la tierra, quitaba las hojas secas, las regaba... y las ayudaba a crecer tocando para ellas cálidas melodías.
El clima en aquel jardín parecía de eterna primavera y para el flautista estaba lleno de momentos gratos que lo hacían sentirse emperador de las flores. Hasta llegó a deleitarse, entre sus aromas, de una noche de lluvia de estrellas.
Un día, sin que él se lo propusiera y como suelen ocurrir las sorpresas, descubrió que entre las amapolas de la solana había nacido una pequeña flor que le era desconocida. Jamás había visto una flor tan bella. Sus pétalos eran suaves como la seda, cada uno de un color. Siete pétalos tenía y el perfume que emanaba no podía compararlo con el de ninguna otra flor de su jardín. Quedó tan maravillado que empezó a visitarla cada vez con más frecuencia. No podía controlar las ganas de mirarla, de acariciar sus pétalos y aspirar su aroma.
Una tarde, en una de aquellas ocasiones en que acariciaba los pétalos, la flor dejó caer en su mano el pétalo azul. No se inmutó al verlo caer, se lo guardó en el bolsillo y se lo llevó, sin más tristeza, pensando en guardarlo entre las hojas de un libro; pero, por la noche, cuando quiso ponerlo entre las páginas, del pétalo emanó una luz que iluminó la estancia. Sin preguntarse por qué ocurría aquello, lo colocó sobre la mesita, tomó su flauta, como cada noche, y se puso a tocar. Nunca se dormía sin haber creado alguna melodía con la que deleitar al día siguiente a las flores de su jardín. Y, esa noche, el flautista empezó a sentir que algo nuevo se movía en su interior, algo que lo llevó a componer, con más fluidez, más de una melodía. Cansado de crear, se quedó dormido y el pétalo bajó la intensidad de su luz volviéndola tenue y cálida. A la mañana siguiente, el pétalo estaba seco.
"Qué poca vida tiene un pétalo", pensó. Y, pensando esto, se fue a visitar a la flor. Su sorpresa fue al descubrir que en ella habían nacido siete pétalos azules.
Así, y desde entonces, la flor le regalaba cada día un pétalo con beneficios diferentes según el color, provocando en él prodigios nuevos y, de la misma manera, por cada pétalo que daba le brotaban siete. La flor estaba cada vez más hermosa y el flautista cada vez más feliz: no le faltaba de nada. Los pétalos le daban mucho más de lo que necesitaba; pero, de todos los pétalos, el morado era el único que no caía en la mano del flautista, sino en el suelo y, al igual que ocurría con los otros, a la mañana siguiente había aumentado su número. De esta manera extraña, el flautista fue teniendo de todo, excepto dolor.
Mas, de pronto, llegó una sequía y empezó a faltar el agua en el jardín del flautista. Temeroso de perder sus flores, empezó a madrugar para ir a recoger agua de una fuente que manaba al otro lado de las montañas que custodiaban su hogar. Sus flores la necesitaban y no le importaron ni el dolor ni las llagas en sus pies. Repartía con cuidado el agua entre todas; pero, cuando llegaba a la rara flor de pétalos de colores, le decía: "Aguanta, aguanta que esto pasará pronto" y no le echaba agua. Pasaron los días. Regaba sus flores y a ella le decía: "Aguanta que vendrá la lluvia, aguanta, tienes que ser fuerte, aguanta, estoy a tu lado y no te dejaré sola, aguanta".
Y así, cada día, a la flor le decía aguanta.
Y la flor, cada día, le ponía un pétalo en la mano.
Y el pétalo que le daba ya no se multiplicaba.
Al ver que los pétalos no aumentaban, reparó en los morados y pensó en ir recogiéndolos a medida que caían, para venderlos. Sacaría dinero por ellos puesto que a él no le hacían falta. Tenía de todo en abundancia y sus flores estaban sobreviviendo a la sequía.
—Eres la flor más hermosa de mi jardín, la más bella que jamás he tenido. Jamás pensé tener algo tan grandioso. Aguanta un poco más... Aguanta —le dijo un día, cuando ya a la flor le quedaban sólo siete pétalos: uno de cada color. Y, cuando quiso acariciarla para que le diera otro pétalo, las amapolas la taparon y la flor desapareció.
Aquella noche no hubo lluvia de estrellas, pero sí un viento fresco y suave al que las amapolas le entregaron la flor.
Donde la llevó el viento, no se supo.
El jardín donde creció, hoy es un vergel.
El flautista, un alma errante escondida en el silencio
que tiene, para calmar su sed,
el fuego seco del desierto.

©Mara Romero Torres

miércoles, 27 de enero de 2010

Los Lagos del Cielo (primeras páginas de la novela)

«27 de febrero de 1996.
     Mi querida Lidia:
    Me he confundido en el rayo negro de una tormenta oscura que busca su sitio al punto de caer.
    Mis ilusiones están condenadas a morir conmigo. Ninguna ha visto la luz. Miles de sueños partirán a lomos de mi corazón y vivirán conmigo en la eternidad. Nada se pierde el mundo. Mis pasos no han dejado huella. Mañana no despertaré y dará igual. He dejado mi vida en cada paso que he dado, pero ningún esfuerzo ha sido tan vano como éste que ahora me impide moverme y que me ha conducido a la nada.
    Es absurdo lamentarme, de qué me va a servir. Me veo así porque siempre he sido de corazón ligero y eso me ha expuesto a la destrucción, por lo que no puedo culpar a nadie, pues nadie, sino yo, es responsable de mi fracaso.
    Tengo una rabia que en mí no cabe, y un miedo que no puedo sostener, y no es por el precio que pago, que yo no importo, sino por el que están pagando mis hijos y el que aún van a pagar, sin ser culpables de nada.
    Esta noche libro en mi alma la batalla más cruel y pido al cielo paz. Necesito un poco de luz que me ayude a no dejar nada a medias en mi partida. Algo dentro de mí me grita que espere y que endurezca mi corazón, para ganarla, viviendo; pero no sé cómo se hace eso, ya no me quedan fuerzas para vivir. Ya no puedo más. Quiero descansar. Sólo me frenan en este momento mis hijos. El imaginarlos durmiendo tranquilos y que, al despertar, se encuentren con que me he ido detiene mi mano. Me duele su dolor y no  quiero hacerles eso. Tal vez deba endurecerme y vivir, pero ¿cómo se hace? Si endurecerme es la solución, tal vez sea el momento de empezar a aprenderlo.
    Te echo tanto de menos.
    Esta noche me siento un ser cruel y mezquino, tanto como los que me han destruido. Mis hijos están en la balanza y pueden más que mi intención. Por ellos soy capaz de seguir viviendo y morir lentamente. Me da miedo el saber de qué soy capaz. No quiero hacer lo que puedo hacer, pero es que hay algo dentro de mí que me muerde sin cesar. Me siento culpable, al verlos llorar por lo que he causado yo, y me rebelo cuando pienso que no hay derecho a que ellos sufran ni mis miserias ni mis torpezas, como tampoco lo hay a que aquellos espíritus neronianos se regocijen con mi final cobarde. Las fuerzas se cruzan y pelean a muerte el castigo y el perdón. No puedo consentir por más tiempo ese llanto inocente que me desgarra el alma. Estoy confusa, perdida. ¿Qué pasa conmigo? Mi vida no me importa; ya me he juzgado y no me puedo perdonar. Si tengo que vivir un poco más por ellos, postergaré esta noche; pero es que la oscuridad es tan intensa y la luz del descanso tan grata. Intentaré seguir adelante con esta rabia y esta pena que confunden mi alma, que hacen dudar mi mano y me piden que despierte y presente batalla.
    Ya no sé ni quién soy ni qué hago aquí.
    La venganza me convertiría en una copia de los que me han puesto así y con ella no conseguiría nada. No hay nada que me devuelva lo perdido ni que enmiende lo hecho. La vida dejó de ser mi compañera y el cielo me ha dado la espalda. Me he quedado sin suelo, vagando perdida en mí.
    Prepararé mi alma para la gran batalla que, con pasos de gigante, se acerca envuelta en una densa y oscura niebla que me impide vislumbrar las armas que va a usar a partir de ahora mi enemigo, para poder preparar las mías. Estoy desnuda en esta contienda; pero robaré un último aliento para vestirme de guerrero y, desde la sima de mi alma derrotada, me levantaré para gritarle a la muerte y luchar por la vida. Debo hacerlo por estos tres seres que adoro y que no se merecen otro dolor…»



    Cuando llegué a este punto de la carta no pude seguir leyendo. Mi corazón latía cada vez más fuerte, me golpeaba. Las manos me temblaban y estaba a punto de gritar. Horrorizada, caí contra el respaldo del sillón y mi dormitorio se hizo invisible. La tenue luz del atardecer, que entraba por mi ventana, abrazaba un cielo plomizo que prometía una noche de lluvia. Mi mente se quedó muda y mis ojos miraron sin ver la vida que pasaba al otro lado de los cristales. Deseé tener alas, para volar a su lado.


1

    Tenía yo por entonces seis años. Mi afición favorita era lanzar piedras con un tirachinas y cualquier cosa me servía de diana. Apostaba con los chicos, algo mayores que yo y expertos en estas divertidas costumbres, a ver quién daba más veces en el blanco. Ellos me enseñaron a utilizarlo y lo mismo apuntábamos a las macetas que adornaban los balcones, que a los cristales de alguna casa vieja; a los corros de bordadoras, que se reunían en las placetas con sus bastidores a la sombra de un árbol, o a los gorriones que se paraban en los cables de la luz. Daba igual, lo importante era hacerlo sin ser vistos, acertar y salir corriendo después para que no nos pillaran. No tenía amigas porque no me gustaba estar con las chicas, eran muy lloronas y cobardes; nunca querían jugar lejos de sus casas, y a mí me encantaba correr por las calles, empujando el aro, o escaparme por la noche a coger luciérnagas. Traía, con estas costumbres mías, a mi madre de cabeza y no hacía más que decirme:
    -¡Qué gana tengo de que crezcas! Pareces un marimacho.
    Mi abuela le decía:
    -Déjala, mujer, que ya crecerá. Cuando vaya a la escuela aprenderá.
    Ella alimentaba la esperanza de que, al crecer, yo cambiara y dejase de ser eso tan raro que mi madre me llamaba, y que yo no sabía qué significaba. Mi abuela era mi confidente secreta; a ella le contaba todas mis andadas y era la amiga que mitigaba los castigos por mis diabluras. Un día le pedí que me explicara lo que significaba aquella palabra y me dijo:
    -Un marimacho es una niña que se porta como un niño.
    Me quedó claro. Y me dio lo mismo. Seguí siendo un marimacho, porque era mucho más divertido.
    Una mañana, estaba jugando a las canicas con mi pandilla, delante de la barbería del pueblo, y hubo un ligero desacuerdo entre nosotros. Me acusaron de ganar haciendo trampas. Era cierto, pero no podía permitir que lo pensaran y empecé a discutir con ellos. Los ánimos se calentaron y llegamos a las manos. Lo mismo que les pegaba, me pegaban: llovieron sobrados los bofetones y los puntapiés. Yo estaba defendiendo mi honor, aunque, en aquellas fechas, no tenía ni idea de que eso se llamara así. De pronto, un puñetazo traicionero en la nariz me tiró hacia atrás y el dolor me dejó por un momento sin poder reaccionar. Se me nubló la vista y tuve la sensación de que algo muy gordo había explotado en mi cabeza. Me tapaba fuertemente la cara con las dos manos, intentando aliviar el dolor, cuando:
    -¡Dejadla en paz!
    Oí que decía una niña. Me giré como pude, sin quitarme las manos de la nariz, y la vi delante de mí con los brazos en jarras y plantando cara a mi amotinada tropa. Estaba de espaldas y no le vi la cara, pero su voz me sonaba familiar.
    -¿Y a ti quién te ha dado vela en este entierro? Quítate de en medio si no quieres cobrar tú también. Es una tramposa y le vamos a partir la cara.
    Amenazaban en serio; sin embargo, ella siguió sin moverse de allí. Me protegía con su cuerpo menudo y con aquel plante, sin saber yo por qué.
    -¡He dicho que la dejéis en paz! ¿Estáis sordos? –Repitió con voz alta y firme.
    En ese instante me incorporé. Me limpié con una manga del jersey el hilo de sangre que salía por mi nariz, mientras con la otra tiraba de mi falda hacia abajo porque al caer se me había subido y, ciega de rabia, me puse a su lado. Iba a decirle que se apartara, pero no tuve tiempo. Miré a los chicos intentando averiguar cuál de ellos me había dado el puñetazo y, como ninguno se frotaba la mano y todos tenían los puños cerrados, me dio igual quien hubiese sido. No estaba dispuesta  a permitir que la única que saliera mal parada de aquella trifulca fuera yo; así que me lancé sobre ellos y reanudé los golpes. Esta vez hubo alguien más luchando en mi bando: aquella niña que se había metido donde no la llamaban y que también cobró. Éramos dos contra todo un ejército de cinco machillos más brutos que Atila. En la refriega, la miré sorprendida porque sabía pelear, sabía cogerlos del pelo y arrastrarlos por el suelo propinándoles alguna que otra patada. Así despegaba de mí a todos cuantos podía, en tanto que yo me ocupaba con más ahínco del que me iba quedando más cerca. Una de las veces que la miré, agradecida por su ayuda, me di cuenta de que era aquella niña que yo había visto en más de una ocasión y que siempre estaba sola. Muchos días, cuando pasaba por su puerta, la había visto sentada en el tranco jugando con sus muñecos. Se quedaba mirándome desde que me veía aparecer hasta que trasponía, sin decir nada; bueno, es posible que algún día me dijera hola, me parece que en alguna ocasión lo hizo y creo que le contesté; pero aparte de esto, yo nunca había hablado con ella y no me explicaba qué hacía en aquella riña, si no era mi amiga. En este momento en que la miré, yo estaba a horcajadas sobre el pecho de uno de mis rivales y le estaba propinando mamporrazos de lo lindo. Mis piernas lo apretaban con tanta fuerza que el pobre no podía ni respirar. Justo en ese instante, uno de aquellos chicos le dio una patada y la tiró al suelo.
    -¡Pero cómo te atreves, si serás desgraciado! ¡Ya te la has buscado de verdad, cobarde! ¡Te vas a enterar! –le grité y me fui a por él.
    Cuando solté al chico que tenía en el suelo, respiró, pero no le quedaban muchas ganas de moverse y siguió tendido. Le faltaban manos para tocarse todo el cuerpo y lamentarse.
    No sé los arañazos ni los moretones que habríamos sacado, si los mayores no hubiesen parado aquella pelea. Estábamos cerca de la barbería y los hombres que había en ella salieron para comprobar a qué se debía aquel alboroto. Acudieron en nuestro auxilio, pensando que los niños nos iban a matar.
    -¡Estas niñas están locas! –Nos gritaban apartándonos de ellos- ¡Mira que meterse con los niños! ¿Es que sois tontas o qué? ¿No sabéis que las niñas no juegan con los niños?, ¿que son unos burros? ¡Tendríamos que dejar que os partieran la cabeza, a ver si así aprendéis! ¡Andad con vuestra madre y aprended a coser y a fregar que es lo que os hace falta! ¡A ver si aprendéis a haceros mujeres de provecho de una puta vez!
    A nosotras nos dijeron esto, a los niños, nada. A los niños nunca les decían nada porque tenían asimilado que tenían que ser brutos para hacerse valer.
    A mí me cogieron de una trenza y me llevaron a mi casa. No sé qué hicieron con aquella niña, pero me imagino que lo mismo. No me di cuenta de cómo la cogieron a ella, porque andaba yo protestando por la forma en que me llevaban e intentaba, a patadas, que me soltaran. Aquel hombre que casi me arrastraba, también me llamó marimacho. Por lo visto estaba de moda.
    Llegué a mi casa con las trenzas deshilachadas y algunos pelos menos, la ropa sucia, los calcetines rotos y la cara tan manchada por la mezcla de sangre, tierra y sudor, que no sé cómo podían reconocerme. Mi madre me castigó, sin salir unos cuantos días, hasta que se le olvidó el asunto.
    -¡Vas a aprender por las buenas o por las malas! –Me decía- Tú no me haces pasar más vergüenzas, tenlo seguro.
    Y lo tuve seguro, porque ya no me dejó jugar más con los chicos so pena de no pisar la calle en mi vida.
    Una semana me tuvo castigada. Una semana en que mi madre acabó histérica porque me dediqué a entretenerme revolviendo la casa. Algo tenía que hacer para no aburrirme. Yo no entendía por qué se enfadaba conmigo, si la idea de tenerme encerrada era suya, no mía. Mi abuela me buscó una actividad para tenerme ocupada de vez en cuando:
    -Anda, vente conmigo que me vas a ayudar a cocinar.
    Y me gustaba ayudarla porque no paraba de picotear en las cosas tan ricas que hacía. Por la tarde, cuando se sentaba a coser, me sentaba a su lado y me contaba historias de cuando ella tenía mi edad. Me sorprendía saber que mi abuela había sido como yo, una niña. Yo creía que siempre había sido así, como era ahora, y cuando, entre historia e historia, miraba mi cara de asombro, me revolvía el flequillo y sonreía diciéndome:
    -Que sí, mujer, que sí.
    Y me quedaba embobada escuchando sus historias con la idea de que, si en ese momento mi abuela hubiera tenido mi edad, nos lo habríamos pasado en grande. Era mágica.
    Cuando me levantaron el castigo y volví a salir a la calle, me fui derechita a buscar a aquella niña que luchó a mi lado y que me defendió sin conocerme. Me la encontré, como ella siempre solía estar, sentada en el tranco de su puerta arreglando sus muñecos.
    -¡Hola! ¿Qué haces? –le dije.
    Me miró...

©Mara Romero Torres

sábado, 2 de enero de 2010

Toñi

La conocí en un hospital. Se llama Toñi. La vi por primera vez atada a la cama sollozando porque quería andar. La auxiliar que iba conmigo le riñó para que no alborotara. Ella la miró con ojos de niña y empezó a repetir un "por favor" que era una letanía. Me acerqué a ella. Le sonreí y acaricié su mejilla. Me miró. No dijo nada, pero dibujó una sonrisa que iluminó su cara. Decían que era un peligro, que estaban cansadas de ir tras ella y que por eso la habían atado. Seguí mi servicio. Teníamos que recoger en otra sala a una anciana que había muerto, para llevarla al depósito. Nadie lloraba por ella. No tenía familia. Nadie recogió con un beso su último aliento. La dejamos sobre una losa que hacía juego con su cuerpo. Al cerrar la puerta tras nosotros, la soledad volvió a ser su compañera.
    Al poco tiempo volví a la planta donde había conocido a Toñi. Me encontraba en el estar de las enfermeras cuando unas palmas sonaron a mi espalda y una voz ronca, con palabras a medio construir, canturreaba un villancico. Me volví y me topé de frente con ella. Allí estaba en camisón y descalza. Era feliz porque estaba sin ataduras. Y, aunque su mente respiraba en otra dimensión, no olvidaba que en ésta era Navidad. De pronto se calló. Se acercó tambaleándose a Juan, el celador, y le dijo: "¿Nos besamos?" y todo el mundo se echó a reír. Lo repitió mientras aquél huía llamándola loca. Ella lo siguió por el pasillo con la mirada más triste y falta de amor que jamás he visto. (¡Con lo poco que cuesta un beso!). La auxiliar la detuvo y la llevó frente al belén diciéndole que cantara, pero a Toñi le gustó más el árbol con sus luces y eligió cantar ante él...



                -¿A qué distancia queda el cielo?
                -A la misma que nos separa de un beso.

© Mara Romero Torres