sábado, 5 de diciembre de 2009

El morocho en mi recuerdo


Por las tardes, nos gustaba ir al Morocho del Arrabal y sentarnos fuera del local en una mesa, en el pasaje. Tomábamos un café y charlábamos con Enrique. Con frecuencia, mientras la conversación fluía, mi mirada se desviaba al entorno y, alguna que otra vez, tomé notas en mi cuaderno para asegurarme de que no se me olvidaría nada y se conservaría vivo en mí cada momento vivido. Hoy repaso mis notas y yo no estoy en el Morocho; pero el Morocho sí está en mí y recobra con fuerza vida en mi memoria, ayudada por aquellas notas:

12 de diciembre de 2007
Gardel, desde su columna, con los brazos cruzados, observa al policía que, en igual ademán, vigila el pasaje que lleva su nombre.
Una abuelilla se acerca para pedir dos raciones de pizza. En la cocina del Morocho el horno está apagado todavía, pero lo encienden para hacérselas y ella se sienta a esperar en una mesa vecina a la nuestra. Lleva bastón. Es delgada, de pelo corto y cano. Tiene su espalda deformada por una leve joroba y en la boca sin dientes se hunden los labios. Aquella abuelilla me recuerda tanto a la mía que pienso: "Abuela, ayúdame. Te quiero y te echo de menos. No me dejes".
Corre un vientecillo agradable que me refresca después del caluroso día que hemos tenido. Es la primera vez en mi vida que vivo un verano en diciembre.
Dios dejó de ser argentino y el argentino dejó de ser dios. Las notas se cruzan en mi mente. Mientras la escena que observo está aún en una calma relativa, siguen en Buenos Aires los problemas.
A casi una semana de volver a mi tierra, se empiezan a grabar en mis latidos los vuelos bajos de palomas y los gatos que custodian el jardín botánico durante la noche. Las travesuras de los niños del Abasto se han quedado pintadas, con sus caras morochas, en el desván de mis pupilas. A casi una semana de volver a mi casa, el tango ha germinado su semilla en mis venas y me habla de añoranzas que se hacen presentes desde antes de partir.
El chango juega a la pelota con chinelas, pantalón corto azul marino a media pierna y remera roja que le llega a la rodilla. Morochito alegre que corretea por la calle sin miedo. Sin el miedo de los mayores. Morochitos del Arrabal. Morochitos del Abasto. Jugáis tranquilos porque Gardel os vigila. Los arcos del viejo abasto, convertido en shoping, cortan los malos vientos y explotáis petardos con sonrisas de fiesta. Parece que creciérais, sin una mirada progenitora que controle vuestra infancia, libres en la ley de la calle, abiertos al código del hermano mayor que sabe usar mañas para protegeros. Y aquellos niños, como pequeños gauchos sin estancia, hacen girar palos y cinturones a modo de boleadoras. La Pampa parece respirar en aquella calle adoquinada en la hora de la tarde. Las farolas alargan las inquietas sombras de los pibes, futuros maradonas. Docenas de pebetes: peruanos, mestizos, criollos los menos, son dueños de medio pasaje y juegan ajenos aún a los vuelos de coimas que con arte prestidigitador hacen su nido en otros bolsillos.
En aquel paraje pasa la vida y la vida habla. Puede que, en algún momento, oigas a un padre decir que tiene que recuperar la plata que ha invertido en su hijo. Se querrá llevar la ganancia de un fruto que se hizo solo. Y Gardel, con sus brazos cruzados, sonríe en la esquina y sigue atento las mil historias de tangos y milongas del porteño pintón.
"Sos un amor, pebeta".
"Vos sos loco, viejo, si pensás que esa mina no es un gato".
La tarde se fue y la noche se va. El pasaje se va quedando vacío. Los niños se marchan a dormir y el viento le da las buenas noches a Gardel.
Baja de tu pedestal, Carlos, pasea tu traje sin arrugas por el filo de las farolas. Si un amor te dio la espalda, cántale esta noche que la calle está sola. Pasarán los coches, pero nadie se dará cuenta de que, en la noche porteña, con los ojos húmedos, un hombre solitario suspira por una mujer.
Alguna gata buscará su presa y algunos leones caerán porque llevan flojo el cinturón. Noche de gatos que cenan tejidos de soledad y contonean sus caderas por unos tristes mangos para el pan de cada día.
"Ché, ¿qué hacés vos?"
Los mosquitos tienen patente de picotón.
Bandoneón, guitarra, piano. En el Morocho empieza el espectáculo de cada noche. La gente se acomoda en sus mesas y en el escenario se encienden las luces. Familias, parejas, cenan a media luz y se hace el silencio. La música los envuelve en su abrazo y vibran las notas en la voz del cantor.
"Las callesitas de Buenos Aires tienen ése qué sé yo..."
"Por una cabeza de un joven potrillo..."
"... Canta, garganta con arena... "
"Que el mundo fue y será una porquería
ya lo sé..."
"... Verás que todo es mentira..."
"No sabrás, nunca sabrás
lo que es morir mil veces de ansiedad..."
"Quiero emborrachar mi corazón..."
"Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando..."
"Fui como una lluvia de cenizas y fatigas..."
"Mi Buenos Aires querido..."
"... No ves que va la luna rodando por Callao..."
"Vos ves la Cruz del Sur..."
"Barrio plateado por la luna..."
Se entrecruzan los momentos para cantar el amor, para llorarlo y también para reír.
"-¿Cuántos años tenés, pebeta?
-Veinte.
-Se te han caído dos sotas".
Y la noche sigue y sigue entre amantes, trolos y chorros.
Lejos de allí, en la dársena del viejo puerto, descansa oxidado el vapor de La Carrera. Duerme su historia y se relaja la resignación. Bostezo porteño. Los gatos callejeros buscan en la basura antes de que lleguen los cartoneros y los corran del callejón.
Los boliches nocturnos le dan marcha al ventilador; los vasos se bordean de carmín; las polleras agilizan el ascenso y, alimentado de tragos, se crece y envanece el ilustre conquistador en la noche porteña de esquinas habitadas.
Pienso en mi partida y el fresco de la noche se convierte en frío. Me arrebujo en el abrigo y, calentando mis manos con mi aliento, le doy las buenas noches a Gardel.

© Mara Romero Torres

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